miércoles, 6 de junio de 2007

6 de junio. El hombre que quiso ser español.


El pasado 2 de junio se celebraba el 104 aniversario del nacimiento de Max Aub. Pero ¿quién es este personaje cuyas obras son cada vez más leídas? La confección del libro “España, vista por sus exiliados”, me permitió redescubrirlo y conocerlo a fondo. Su biografía me subyugó y embelesó. Su infancia transcurre en París y en Montcornet (Norte de Francia). Max aprende a leer con “Les Miserables”, novela de Víctor Hugo y, a los doce años, además del latín, en el colegio, habla corrientemente el francés y el alemán, y se interesa por el español, lengua en la que sus padres se comunican cuando no quieren que nadie, en su entorno, incluyendo los niños, se entere de lo que hablan.

Al estallar la guerra entre alemanes y franceses, su padre, de viaje en Cádiz, recibe un aviso de que no regrese. Tanto él como su madre son de estirpe judía y, aunque no practican ninguna religión, han sido tratados como “sals juifs” (puercos judíos). A partir de este momento, su familia se instala en Valencia y Max se hace con nuevas amistades en el instituto. “Se es –llega a decir- de donde se hace el bachillerato”. Le apasiona la gastronomía popular de la tierra, sobre la que deja escritas páginas memorables, le entusiasma Baroja y llega a sentirse escritor valenciano. Pero, al terminar sus estudios de bachillerato, renuncia a la Universidad para dedicarse a ayudar a su padre. A través de sus viajes por Levante, Aragón y Cataluña, en los que vende bisutería, puede estudiar la psicología de las gentes y aprende sus gustos, los usos y costumbres de cada región.

En 1929, ingresa en el Partido Socialista Obrero Español. “En estos tiempos turbios de conservadores que se dicen liberales –confiesa a sus compañeros de partido–, de jóvenes que se proclaman reaccionarios, de intelectuales que coquetean con la fuerza de revolucionarios de café o manzanilla, os aseguro, compañeros, que en ningún sitio se encuentra tan a gusto un universitario, ni en ningún medio que más le esperance, que entre vosotros”. Y es a partir de la guerra que le sorprende en Madrid, cuando Aub, llega a fundir en su literatura las preocupaciones éticas con las estéticas.

A finales de julio de 1936, se hace cargo, en Valencia, del periódico “Verdad”. Entre diciembre y julio del 37, acompaña a Luis Araquistáin, embajador en París, como agregado cultural, colaborando en la organización del pabellón español para la Exposición Internacional del 37. Encarga una tabla a Joan Miró y un lienzo, el “Guernica”, a Picasso, que son expuestos en el Pabellón de España. A su regreso a Valencia, es nombrado secretario del Consejo Nacional de Teatro, presidido por Antonio Machado, en el que contribuye con algunas piezas. Escribe el guión de la película de André Malraux, “Sierra de Teruel”, que es proyectada por primera vez en París, en 1945, basada en un episodio de la novela “L’Espoir”, y, en enero de 1939, sale definitivamente de España.

En Francia, víctima de una denuncia falsa, Max es encarcelado, tras una comunicación de la embajada de la España franquista al Ministerio de Asuntos Exteriores francés, en la que se sugiere que se tomen las medidas necesarias contra Aub. Y es encerrado en diferentes campos de concentración hasta ser deportado a Argelia, en el campo de castigo de Djelfa. Al fin, en septiembre de 1942, es liberado y, a primeros de octubre de ese año, llega a Veracruz (México). Allí comienza a trabajar como prologuista, traductor, reseñista y guionista de cine, en diversas ocasiones, con Luis Buñuel, y colabora en periódicos mexicanos. Se afilia al Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica y es nombrado secretario de la Comisión Nacional de Cinematografía. Y elabora su obra más importante: “El laberinto mágico”, serie narrativa en torno a la guerra civil española: “Campo cerrado”, “Campo abierto”, “Campo del Moro”, “Campo del Francés”, “Campo de sangre” y “Campos de almendros”.

En 1959, el gobierno de Franco le deniega el permiso para visitar a su padre moribundo. Pero, diez años más tarde, lleva a cabo una estancia de tres meses en España, tras más de tres décadas de exilio. De esta experiencia nace “La gallina ciega” (1971), las sensaciones del exiliado que vuelve a su tierra. “Es el contraste –escribía E. Haro Tecglen– entre la España perdida y la recobrada, la sensación de extranjero en su tierra; la lucha interna entre lo que hay que aceptar, reconocer, y esa idea de que a veces tuvo el exilio de que España, sin su presencia, se había podido quedar seca. Es un homenaje a una generación a la que se arrebató todo menos la facultad de pensar limpiamente”.

Francisco Umbral, en un artículo publicado en “Ya”, el 30 de octubre de 1969 y titulado “El retorno de los brujos”, a propósito de la visita de Aub, expresaba su convicción generacional de la dificultad de un diálogo fecundo con los escritores exiliados, pues “un valle de silencio nos separa de estos tíos de América de la cultura española que ahora llegan tarde y, por lo tanto, es difícil ya que nos embrujen”. Según Manuel Aznar Soler, en el estudio introductivo de “La Gallina ciega”, Umbral da, en “Las palabras de la tribu”, una coz de mal gusto a Max Aub, mezclando la mentira biográfica deliberada y la bilis literaria más agria. Y cita el texto umbralesco que hace alusión a su varapalo: “Max Aub era un señorico que ni siquiera era español, sino un viajante de comercio suizo que llegó a España y se quedó. Su prosa es la que puede esperarse de un viajante de comercio suizo”. Aznar Soler asegura que Max está físicamente en España, pero que, espiritualmente, vive una historia pasada, la suya, que describe en las memorias “Soy un turista al revés –diagnostica con irónica lucidez–; vengo a ver lo que ya no existe”.

Algunas noticias de agencia dan por sentado que la vuelta de Max es definitiva. Pero el escritor anota lo contrario en su “Diario”, debido sobre todo a la falta de libertades públicas y a la falta de libertad de expresión. “Me vuelvo a México –escribe el 3 de octubre del 69–. España ya no es España. No es que haya muerto, como proclamara Cernuda y León Felipe. Normalmente, con los años pasados, es otra cosa. Y, como es natural, a mí me gusta menos. Era moza; ahora, llena de arrugas”.

Otra breve estancia de Max Aub en España, en 1972, cuando ya se le había diagnosticado una diabetes y sabía que la muerte le rondaba, le permitió despedirse de parientes y viejos amigos. Nueve días después de su regreso a México, el 22 de julio de 1972, moría en su exilio mexicano. En su testamento, rogaba que no se le pusieran flores ni se pronunciaran discursos y su voluntad fue respetada. La noticia llegó a España tarde, y, última ironía, en Valencia, pasó desapercibida, en medio del jolgorio de la Feria de Julio.

Camilo José Cela escribe una afectuosa despedida a sus viejos amigos, Américo Castro y Max Aub: “Max Aub, el compañero que –como Américo Castro– había honrado mi casa viviendo en ella y en estas páginas escribiendo en ellas, también ha muerto. Descanse en paz en el lejano Méjico hasta donde le había barrido el mal viento de la peor circunstancia. Amén”. Cela le había conocido en 1933, cuando tenía diecisiete años, en la dominical tertulia de casa de María Zambrano.

Luis Buñuel, otro exiliado que entonces vivía en México, describe las circunstancias de la muerte repentina de su amigo Max. “Murió de pronto –dice el conocido director de cine, quien esperaba, a su vez, su turno–, mientras jugaba a las cartas. Su cuerpo descansa en el Panteón Español, en un espacio rodeado de tumbas de niños”.

1 comentario:

Joan dijo...

Qué grande eres, Santiago!