domingo, 26 de agosto de 2007

27 de agosto. Chupinazos, toros, marchas y pólvora para las fiestas.

Fiestas en Pamplona "la chica"

Si hay algo que distingue a las fiestas españolas de las del resto del mundo es la pólvora, los petardos, las verbenas y los toros, todo al mismo tiempo. Cuanto mayor es el pueblo, más dinero muncipal irá destinado a la fiesta, más toneladas de fuego, más bombillas que iluminarán y adornarán las calles, más toreros demostrarán su sangre fría, más marchas y cantantes de moda, más procesiones y folklore... En todo ello se gastan los consistorios la mayoría de presupuestos destinados a las fiestas patronales, pero sobre todo en conciertos y toros. Sólo estas dos actividades se llevan el 80 por ciento del presuspueto.

Algo que pude comprobar perfectamente durante las fiestas patronales de San Sebastián de los Reyes, vividas directamente hace seis años como miembro de la banda de músicos formada en dicha ciudad. Tras el primer chupinazo, acompañamos tal día como hoy a las autoridades municipales en su cortísimo pasacalles desde el Ayuntamiento a la Iglesia de San Sebastián, Mártir. Y mientras la celebración religiosa se llevaba a cabo en el templo abarrotado de gente –curiosamente, cuanto más populares son los actos, más se llenan las iglesias–, aguardamos en el salón de actos del Ayuntamiento, cedido en aquella ocasión para los músicos. Yo intentaba leer la prensa del día, interrumpido continuamente por las notas improvisadas de compañeros que calentaban sus instrumentos, sonando sin ton ni son. Poco a poco, aquel salón de notas perdidas, en donde habitualmente se discuten temas municipales, se fue quedando vacío de sonidos, pero no de músicos amateurs, que siguieron hablando y discutiendo en una larga tertulia mientras continuaba el oficio religioso.

Recuerdo que el tema de aquel día –fue, recalco, a finales de agosto del 2001– no fue otro que la supuesta relación entre el príncipe Felipe y la modelo noruega Eva Sannum, a propósito de la boda de otra pareja: Haakon, el príncipe heredero de Noruega y Mette-Marit Yjessem, una madre soltera.

- A mí me parece muy bien que el Príncipe Felipe se case con quien le plazca –opinaba un trombonista–. Incluso con esa modelo, hija de padres divorciados y de clase trabajadora

- Pues yo creo –saltó apasionadamente una clarinetista– que, como futuro rey de España que disfruta en exclusiva de cantidad de privilegios, tiene al mismo tiempo unas obligaciones que cumplir. Y, entre ellas, está la de encontrar una compañera sentimental que sea al mismo tiempo profesional.

- ¿Qué es lo más importante –preguntó aquel trombonista–: que el príncipe se enamore de una chica y se case con ella, aunque no sepa español ni conozca a los españoles, o que lo haga con una de su misma nacionalidad y de su mismo nivel profesional, aunque en el fondo no la quiera o no se sienta atraído por ella? Porque es que no paran de criticarle.

- Lo hacen –insistió la clarinetista– porque el Príncipe no es un español cualquiera sino que representa a la Corona. Y su decisión tomada demuestra la equivocación de la Corona en este tema, Porque ¿quién se sentirá representado por una mujer sin preparación alguna por muy bonito cuerpo que tenga? Así que yo, como una mayoría de españoles, le aconsejaría que se casase con ella, si es que realmente la deseaba, pero que renunciase al trono. Si hasta Sabino Fernández Campo, ex jefe de la Casa Real, opina que el debate levantado en la sociedad ha producido “algún arañazo” y que la imagen de la institución ha salido “mal parada”. Si acepta ser príncipe que sea con todas sus consecuencias. De lo contrario, lo mejor es que el príncipe deje de aspirar al trono.

- Pero vamos a ver –porfió el trombonista–: ¿qué te hace pensar que Eva Sannum no puede ser reina?¿Por qué una plebeya no puede ser la mujer del Rey? Que, hoy en día, el Príncipe tenga que casarse con una muchacha de sangre azul es como querer mantener un cuento de hadas. Ser reina es un oficio que se aprende y listos. Hay que darle un voto de confianza a don Felipe porque las cosas ya no son como antes y la Monarquía está cambiando. A estas alturas ¿quién quiere una república?

- Lo que está cambiando es esta sociedad –intervino un fiscornista con toques republicanos–, que ya no quiere una monarquía impuesta a su manera. Porque ¿quién la ha elegido? No será el pueblo, que nunca ha tenido posibilidad de votarla. Y de eso precisamente se trata, de escoger una monarquía o una república pero sin descafeinarlas.

- Eso, eso, que vuelva la República y todos tan contento –aplaudió un batería, acompañado de un aparatoso redoble de tambores.

-Y nosotros –argumentó un saxofonista bajo, al loro en estas cuestiones– dejamos de tocar el himno nacional para volver al himno de Riego, prohibido por Franco.

- Por cierto –aclaró el batería, dejando las baquetas–, esta marcha real española fue impuesta por Franco. Creo que era una pieza monárquica que fue adaptada a las necesidades de la dictadura.

- En efecto –intervine yo, que me encontraba sumergido en aquella discusión que no había buscado–, fue como un guiño a la monarquía. Era propiedad de la familia Pérez Cascos, cuyos derechos de adquisición exclusiva y de explotación costaron al Estado la friolera cifra de ciento treinta millones de pesetas. Ocurrió en octubre de 1997. Desde entonces, se ha acortado, modificado y adaptado a nuestros tiempos.

- Pero, volvamos al tema de discusión –insistió el tromobinista–. No sé dónde he leído que, en un hotel de Viena, gracias a un pasadizo secreto que comunicaba las mejores “suites” con los palcos de la Ópera, los archiduques del Imperio de los Absburgo llevaban a las coristas y a sus amantes. Era algo público por lo que ya nadie se escandalizaba. Pues bien, hoy los príncipes prefieren casarse con las coristas en vez de tenerlas como amantes o de exhibirlas en la Ópera.

- Lo que tú quieras –cedió al fin la clarinetista, harta de oír perogrulladas–. Pero yo no acepto esta debilidad del Príncipe y, sobre todo, la actitud de la Monarquía. Porque el prestigio es para la Corona una cuestión de supervivencia. Recuerda que el Rey no ejerce poder, pero tiene influencia. De hecho, tiene que ser la persona más influyente del reino. Una influencia que se basa exclusivamente en el prestigio personal y de la institución. Y el Príncipe, por ser quién es, tiene unos deberes que lo limitan mucho más que a los demás. Flirtear con una modelo o casarse con ella, no entra dentro de las atribuciones que tiene encomendadas. No por el hecho en sí, sino porque una joven de clase media que alterna los estudios como modelo nunca podrá ejercer de reina. ¿O sí? A lo sumo, reina de la belleza o de la simpatía, pero no de un reino. Y, en estas circunstancias, yo prefiero la República.

Era la una de la tarde y nos avisaron de que la ceremonia religiosa estaba llegando a su fin. Nos dirigimos de nuevo con los instrumentos musicales al portal de la iglesia para recibir a las autoridades. Las acompañamos hasta el Ayuntamiento mientras tocábamos “El chupinazo”. Luego, interpretamos varios pasodobles que fueron bailados por algunos concejales y damas de honor.

A las veintiuna horas, treinta minutos del mismo día, se inició la procesión en un corto, lento y tumultuoso recorrido de apenas un kilómetro. Durante más de una hora, recorrimos unos metros de la calle Real, ensordecidos por el revoloteo interminable de campanas y animados por el fragor de diferentes grupos musicales que interpretaban sus marchas procesionales sin ningún matiz y en una lucha por sobresalir uno sobre otro. Era como con la discusión sobre la realeza mantenida por la mañana, pero con notas y soplando a lo bestia. Todo ello, con la participación de autoridades y numeroso público, como preludio y presentación del plato fuerte de las fiestas: los encierros, los mejores organizados y con mayor afluencia, según decían los organizadores, de toda España, en los que el Ayuntamiento se gasta cantidades astronómicas que hoy en día ascienden a 300.000 euros, casi la mitad de los 640.000 del coste total de los festejos.

Una multitud se agolpaba en las aceras y nosotros continuábamos con las marchas de procesión. A nuestros flancos, dos filas de cofrades que portaban farolas eléctricas. Otros, ocultos bajo el cadalso, empujaban la imagen del Cristo de los Remedios, deambulando entre las barreras, especialmente levantadas para el paso de los cabestros hasta la plaza de toros. La procesión seguía el mismo itinerario que, horas más tarde y durante siete días, los novillos, tras su desencajonamiento, recorrerían. Participaban las peñas que imponían un código de conducta y dejaban un balance diario de unos diez heridos, algunos de ellos, graves. “El respeto al animal es fundamental para el buen funcionamiento de cualquier encierro”, aseguraba al respecto Alfonso del Pozo, presidente de la peña El Apodo, una de las siete que funcionan en San Sebastián Lo que se contradecía luego, en la plaza, donde un público, sediento de sangre, no sentía ningún problema en justificar su crueldad y aplaudía las estocadas del torero de turno y la muerte violenta del animal.


Serían cerca de las once y media de la noche cuando llegamos, de nuevo, a la iglesia, que no había dejado de repicar sus campanas. Y como punto final, se levantó un castillo de fuegos artificiales. Subían raudos los cohetes y reventaban, exhaustos, formando figuras diversas y reverberando en el cuerpo desnudo del Cristo, cabizbajo. Así terminaba aquella procesión en la que algunos fieles cantaron en honor de aquella imagen. Como colofón a aquel acto con despedida apoteósica, la Banda interpretó el manoseado y viciado himno nacional español. Un adiós que me sonó a bomba de relojería entremezclada de sentimientos religiosos y profanos, a ostentación de poder temporal, y a peligrosa borrachera religiosa.

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