viernes, 3 de abril de 2015

La Iglesia, opaca y reaccionaria.

El arzobispo de Madrid, Carlos Osoro (c), junto al cardenal-arzobispo de Barcelona, Lluis Martínez Sistach (i), y el presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Ricardo Blázquez (d)

La aprobación por el Gobierno de la  Ley de Transparencia apenas ha afectado la Iglesia Católica que, al contrario de los partidos políticos o las organizaciones fiscalizadas por el Tribunal de Cuentas, sigue con sus oscuros intereses, sus privilegios y sus cuentas. Los  obispos sólo tienen la obligación de presentar una memoria sobre el uso que han hecho de los fondos públicos recibidos sobre todo de lo recaudado en la declaración del IRPF (unos 250 millones de euros), y de los beneficios fiscales de que disfrutan, como la exención del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). El resto, que no es poco, ella sola se lo guisa y se lo come, sin importarle un pepino que una gran mayoría sufra los efectos negativos de la crisis.

Fuentes del tribunal de Cuentas apuntan que si hubiese voluntad real de fiscalizar el dinero de los ciudadanos que recibe la Iglesia Católica, podría hacerse aplicando esta ley. Sobre todo si “las ayudas son superiores a los cien mil euros, o que al menos, el 40% de sus ingresos tenga carácter de subvención o ayuda pública”. Pero la Iglesia Católica se supo proteger por el acuerdo con la Santa Sede,del 3 de enero de 1979, que la salva de dar cuenta de sus gastos del dinero público. Y sigue disfrutando de la exención de la paga del IBI. Un regalo que, según Europa Laica,  supone cada año entre 2.000 y 3.000 millones de euros. Por otra parte, cada año, el Estado paga a la Iglesia Católica 109 millones de euros con los que se paga a los docentes de Religión que enseñan la historia del Catolicismo en los colegios públicos.

La Iglesia Católica decide el dinero público que necesita conforme a sus fines y justifica su gasto con una memoria (sin documentos acreditativos) en la que relata el gasto que ella mismo fijó. De esta manera tan torticera, la Iglesia decide el dinero público que necesita conforme a los fines que ella fija y justifica su gasto con una memoria que constituye un “relato” del gasto que también ella reivindica. Fuentes del Tribunal de Cuentas reconocen que “el problema es que la Iglesia Católica no se financia sólo con el 0,7% del IRPF, sino que recibe también cantidades “desconocidas” imposibles de cuantificar y procedentes de conciertos educativos, sanitarios o “a través de sus propias entidades destinadas a fines sociales, como Cáritas o Manos Unidas”.

Los Programas de Fiscalización, que aprueba el Congreso cada año, nunca han incluido a la Iglesia Católica. Desde el Departamento Primero del órgano fiscalizador, que engloba los ministerios económicos de la Administración General del Estado (AGE), “en 2912, se solicitó” que se incluyese para el Programa de 2013. Sin embargo, el director de ese Departamento, Manuel Aznar (hermano del expresidente del Gobierno) “contestó formal y expresamente que esta línea no estaba dentro de las prioridades” de su sección”. En el diseño del programa para 2015, volvió a solicitarse la fiscalización del dinero público que recibe la Iglesia Católica vía PGE, pero en esta ocasión, el Departamento Primero lo rechazó por un “problema de tiempo”. Y todo quedó, subrayan desde el Tribunal de Cuentas, en “una mera declaración de intenciones” sin concreción alguna.  ¿Por qué se evita continuamente abordar el asunto de la fiscalización del dinero público que recibe la Iglesia Católica cuando la sociedad demanda más transparencia a sus instituciones? En el propio Tribunal de Cuentas se tiene la impresión de que “si se conociese la cuantía total recibida por todos los conceptos y se dispusiera del listado de actividades desarrolladas, se llegaría a la conclusión de que la Iglesia está sobrefinanciada”. Es más, un miembro del Tribunal de Cuentas advierte de que “es muy posible que la Iglesia esté obteniendo un enriquecimiento injusto con esta forma peculiar de financiación, que suma vías finalistas y otras de sostenimiento general”. Pero, la realidad es que, ante este iceberg con el que el Estado se encuentra cada año, la Administración prefiere rodearlo con prudencia a toparse directamente con él. Y así nos va a los administrados.

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